Adiós, amor mío. Adiós.
Había esperado a quedarse solo para despedirse. Quería hacerlo dulcemente, morosamente, en silencio. Sin decir nada, sin apenas pensar nada, se quedó allí un rato, con la mirada puesta en ella. La tarde estaba plomiza y empezaba a levantarse algo de viento. Hacía frío. El otoño se acababa. Las hojas, esparcidas por el suelo, se levantaban y caían desacompasadamente, añadiendo su murmullo al rumor de las ramas de los árboles. Ajeno a todo, dejó pasar unos minutos; una eternidad. Luego, se giró sobre sus talones y, sin decir nada más, sin volver la vista atrás, empezó a andar. Con los ojos clavados en el suelo. Rápidamente se fue alejando; empequeñeciendo su figura a la par que recorría el largo camino de tierra flanqueado por majestuosos cipreses. Al poco, no era más que un punto lejano en el horizonte gris, desolador, de aquella tarde.
Adiós, amor mío. Adiós.
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Nos vemos.
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