Uno a uno los había ido viendo desvanecerse tras una esquina, cuando la luz ya era solo cosa de los hombres y el sol alumbraba el otro lado de la tierra.
Algunos desaparecieron dejando tras de sí una mancha amarga y viscosa que, frecuentemente, empapaba a los que les seguían. Otros, en cambio, al marcharse, dejaron en el aire un dulce perfume que los identificaría inequívocamente durante años.
Consiguió despedirse de muchos. Especialmente, eso esperaba, de aquellos a los que nunca habría querido conocer; pero otros tantos se le perdieron casi inadvertidamente, sin apenas haberlos tratado, como agua que se escapa entre las manos.
Acordándose más de éstos, lamentó profundamente no haberlos atendido como debiera… ahora que ya no tendría, nunca, otra oportunidad para hacerlo.
Hacía frío.
El último de todos empezó a prepararse para morir. Sabía que tenía que ser así, para que otros pudieran ocupar su puesto; pero le dio pena verlo tan dispuesto a seguir a los demás.
Quiso decirle algo. Era el que cerraba la cuenta y eso lo hacía especial. Pero no encontró las palabras apropiadas y permaneció mudo.
Se echó el aliento en las manos, intentando calentarlas.
El otro empezó a separarse de él, caminando firme hacia su ocaso. Y, entonces, ocurrió. Sólo quedaba él de los que habían pasado por su vida aquel año y, parándose un momento, mirándolo alegre antes de irse, le dijo:
-No te preocupes. Vendrán otros, y serán buenos. Esta vez, tú los harás buenos. Lo sé.
Y, sin más, avivó el paso hacia la esquina. La que, uno tras otro, había visto desaparecer a los 364 que le habían precedido aquel año que, viviendo, moría con cada uno de ellos. Para que otro, nuevo, joven y fuerte, diera paso a un millar de esperanzas.
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Nos vemos.
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