Es seguro que este no es, no quiere serlo en modo alguno, el recopilatorio de su blog para el que D. Enrique, en alguna de sus entradas, discretamente, ha pedido ayuda alguna vez.
Leer este artículo tan largo, cuajado de enlaces, puede parecer, por excesivo, una tarea tan difícil como estéril. Nada más lejos de la realidad. Poner los enlaces (hacértelos leer) es el único propósito y sentido de esta medida desmesura que sólo se justifica por el placer y el provecho que, seguro, sacarás de esa lectura que tan encarecidamente te recomiendo.
Me dejaré, me he dejado, claro, la inmensa mayor parte del blog de D. Enrique, sin citas enlazadas en esta entrada que es más suya que mía. Y lo hago por imposible y, ya aprovechando, casi a propósito. Porque aquí lo que realmente quiero es invitarte a que, tú también, pases por su blog, al que yo siempre vuelvo.
Conozco a unos cuantos curas que podrían encajar, en buena medida, aunque no en todos sus aspectos, en lo que cuento de D. Enrique. Que me perdonen por no hablar de ellos. Esta vez le toca a él. Como seguramente diría Kloster, ese otro con el que se acompaña, que se aguante.
Un abrazo, D. Enrique.
D. Enrique me debe una entrada… y nunca me la ha pagado…
Seguramente porque es hombre muy ocupado aunque pasee, en cuanto puede, bajo el Orvallo o calzado con unos zapatos que, llevándole la contraria, no tienen prisa.
Tiene un blog desde hace algo más de dos años, del que se propone, de vez en cuando, hacer un recopilatorio para el que le vendría bien una ayudilla y al que, me temo, quizá ni siquiera le ha hincado la waterman.
Es un cura joven aunque no un joven cura. Dentro de unos días, empezará su año cuarenta. Empeñado en Dejar Obrar a Dios, siguiendo a aquellos tres primeros.
Aún hoy «Adoro te devote, latens Deitas…» dice , como si hablara de la primera vez después de aquel 31 de agosto, que cuando lo tiene en sus manos, siente los latidos del corazón de Dios, aunque Éste, juegue al escondite.
Es, sin embargo, sanamente anticlerical. Y sabe reírse de algunos avisos parroquiales sin perder la compostura, ni alejarse de su condición, una de las más suyas, de poeta.
Es vasco, de Bilbao, de Leioa; o sea del gran Bilbao… y valga la redundancia, como él… presume. Es, por lo tanto, genuina y profundamente patriota y español.
Es un cura pajarero, ornitómano se llama él, al que le gusta salir, también de noche, a buscar aves, cuando hace frío y, en palabras suyas, el cielo tirita de estrellas; probablemente porque piensa que esos volanderos son la rúbrica que Dios traza en el azul del Cielo.
D. Enrique es tan peculiar que dedica los lunes a la publicidad… a la que siempre le saca la chispa, aunque lo haga, a veces, sin añadirle un solo comentario… y, callando, cosa bien difícil para quien escribe, afirma con Churchill que «siempre recibes más de lo que das…»
Anda mucho por Molinoviejo (por estas fechas, todos los años). Una casa que ha visto pasear por entre sus pinos a miles de personas desde hace más de 60 años, en la que ocurren, con frecuencia, milagros pequeños; que no son lo mismo que pequeños milagros. Una casa a la que D. Enrique quiere especialmente, yo sospecho, quizá porque tiene, de allí, una pequeña cruz de madera que le regaló un santo que lo llamaba Peque, que es, según D. Enrique, su nombre más verdadero.
Es un cura, expropiado por Cristo, que va vestido de negro (es el uniforme de un oficio que no tiene horario) pero que no le tiene Miedo al Color…
…hasta el punto, más que singular, de ser capaz de envidiar, sí, a una rolliza de pelo rojo como un incendio…que libaba una bebida azul…
…a la que vio, en la misma terraza de la misma cafetería en la que un viejo escritor se le caía desde un pequeño pedestal al oírlo escupir (el verbo es mío) cualquier fórmula poco inteligente (ninguna lo es) de blasfemia.
D. Enrique dice de sí (y me lo creo en lo esencial, aunque lo desmiento en lo accesorio) que casi no sabe hacer otra cosa que querer… lo que le lleva con frecuencia, sin abusar, a hablar de La amnesia de Dios, que es la mayor forma de misericordia que un padre, como Aquel otro clavado en la Cruz, éste en El confesonario, puede practicar.
… Estudió, de chaval, en Gaztelueta, un colegio de enseñanza media que se empina sobre el Cantábrico, del que guarda, con cariño agradecido, Recuerdos demasiado personales.
… recuerdos cuya lectura me hicieron, a mí, desear volver a ser niño… para ir a Gaztelueta.
Probablemente porque le envidio aquellos grandes maestros que él tuvo y yo siempre he echado en falta. Como Pedro Plans (al que le apeo el tratamiento, que le mantiene D. Enrique, porque la gente que está en el cielo permite esas familiaridades) quien, una vez jubilado como catedrático de universidad, se empeñó en ejercer como enfermero en la Clínica Universitaria de Navarra.
Un colegio, Gaztelueta, donde se encontró, nada más llegar, a un señor mayor, lo menos tenía veinticinco años o más, que estaba en pie, junto a la puerta del chalet… al que, muchos años después, ha visto irse al cielo.
… era rubio y muy joven; llevaba una chaqueta marrón de sport, pantalón gris y unas gafas elegantes sin montura (de las que entonces llamaban Truman)
Escribe D. Enrique, para saber lo que está pensando… cosa, pensar, que resuelve, a menudo, hablando con Kloster, su alter ego y coadministrador del blog. Lo hará, seguro, como el poeta, convencido de que el hombre que habla solo «espera hablar con Dios un día».
Y observa. Observa intensamente cuanto le pasa alrededor.
Enternecido por la mirada de Dios que ve en los ojos de una niña de 5 ó 6 años abrazada a su muñeca; solícito ante León al que se le ha muerto el padre a demasiados miles de kilómetros; atento con Álvaro, un grandón, solo, que parece un pez tropical sorprendido en un acuario…
Se despega algo de la realidad, o no, siendo futbolero y del Athletic. Rabiosamente del Athletic. Pero conoce a los mendigos de su barrio… donde él es tan familiar que hasta los agnósticos le piden bendiciones.
Allí se para a hablar, de cuando en cuando, con Raquel, la mendiga presumida que derrama ‘Lágrimas Rosas’… a la que él le regala perfume, esperando que ella no se lo cuente a nadie, porque no suena bien la historia…
Como es moderno, hace fotos con el móvil. Para educar en valores contando historias de postres en el barrio de Salamanca… aunque, inoportunamente, se le olvide el aparatejo (lo pierde varias veces al día) cuando quiere inmortalizar a su vecino Gento, el mejor extremo izquierda del mundo, pedaleando en bicicleta.
Es un cura que habla de lo que toca, y hace lo que debe, como ha aprendido y enseñado siempre en el Opus Dei, en esa labor tan invisible como esta mujer, mientras, al tiempo, en otro sitio, cientos de personas con las que él querría estar, con las que está, entierran a Emilio…
Es autor del libro, entre otros, ‘El Belén que puso Dios’ y ejerce como antiguo profesor o capellán, o ambas cosas, de Aldeafuente. Allí, no se le olvida, vio crecer a otra Belén que ahora, algo tendrá él que ver, deja la medicina para ser Misionera de la Caridad. Y la recuerda, de pequeña, cuando le contaba el cuento de Simeón, el niño al que se le metió una estrella en el ojo…
Como cura, en otro sitio, ha visto morir a Lourdes. Una mujer mayor, heroica y enamorada, que se dejó su salud a un lado para facilitarle la muerte a su marido al que acompañó, pronto; convencida como estaba de que su Manolo, ¡bueno es! estaría incómodo, impaciente, esperándola en el cielo.
Y ha enjugado con cariño las Lágrimas de 17 años de María, que en realidad tenía 16, y a la que Álvaro no pudo hacerle el regalazo que le tenía anunciado, para el 17, porque lo mataron de madrugada.
Y charlado con afecto con esa niña superenamorada ¿cómo se llamaba? que, con Luis, suma 25 años y, también con éste, ha proyectado casarse el 23 de mayo del 2015, que cae en sábado.
Ha conocido a muchos santos, anónimos, de los que habla con gran ternura, seguramente porque los llevó en su corazón mientras vivían. Y pelea, constante, por cobijar en él a otros, también a Dios, a quien hace peatón.
Y es que D. Enrique conoce a mucha gente. Incluso conoce, aunque no sé si personalmente, a Julián Campos, de Obras Públicas, que no es el ministro, sino un carpintero de la EMT (de Madrid).
Y reconoce, de hace 20 años, la voz de Rocío que, aun perdida (también cabría el acento), quiere que le bautice a su hija.
D. Enrique, serio en lo que debe, gasta, con liberalidad, humor fino y retranca. Como cuando te cuenta lo de la tele, los reyes, y el lío de las pajas. O te habla de la eficacia policial o de la ‘5ª Ley de Kloster sobre desayunos en pareja‘ o, muy en la actualidad, se refiere a la ministra de la gripe, que está segura de que al virus lo que le mola es el agua bendita…
Empero, D. Enrique alterna (seriedad y humor, digo) de forma especialmente lúcida cuando habla con y de adolescentes.
Carlos, que, ese día, es el primero de la mañana; Cristina, que lleva una falda que no es de goma, ¿Alfredo, Alfonso, Álvaro? que andaba (que no podía) con el síndrome de Iberdrola; Lucía que está peleada con el inglés…
Adolescentes como Catalina, que está un poco embarazada, casi nada en realidad. Su embarazo es tan pequeñito que casi no es embarazo…
En fin. Acabo. Y me cuesta.
D. Enrique me debe una entrada… y nunca me la ha pagado…
Nos vemos.
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